miércoles, 5 de marzo de 2014

Escualo con chistera

En medio del huerto, un imponente piano de cola había brotado, sus teclas de marfil mudas y sin alma, esperando a que alguien se sentara y acariciara su sonido dormido. Pero no cualquier alguien: un escualo con chistera apareció, desafiando las expectativas.

Sus aletas, en lugar de dedos, aporrearon las notas con una precisión inesperada. El piano, como si hubiera estado esperando toda una eternidad, respondió con una melodía extraordinaria. Las ramas de los árboles se mecieron al ritmo, y las flores parecieron inclinarse en reverencia.

El escualo, con su sombrero elegante y ojos astutos, se sumergió en la música, como si hubiera encontrado su verdadera vocación. Las teclas, antes mudas, cobraron vida bajo sus aletas. Cada nota era un destello de genialidad, una revelación.

Y entonces, en un momento de claridad, me di cuenta de la verdad, no era el escualo quien estaba bajo los efectos de la medicación. Era yo. El piano, el huerto, incluso el cielo azul, todo era parte de un delirio farmacológico. Mi mente había tejido esta escena surrealista, y el escualo era simplemente un reflejo de mi propia locura.

Así que me senté junto al piano, acariciando las teclas de marfil con manos temblorosas. La melodía continuó, y supe que, aunque fuera un espejismo, era hermoso. El escualo me miró con ojos comprensivos, como si supiera que estábamos atrapados en el mismo sueño.

Y así, en ese rincón olvidado del mundo, tocamos juntos. El escualo y yo, dos almas perdidas en un jardín de ilusiones. El piano vibraba con cada nota, y yo me dejé llevar por la música, olvidando por un momento mi propia cordura.

Quizás, solo quizás, la locura tenía su propia belleza. Y en ese instante, mientras las notas se elevaban hacia el cielo, supe que no quería despertar. No todavía.


© M. D. Álvarez

No hay comentarios:

Publicar un comentario